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Publicado en ADN, noviembre 17 2016
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Cuando yo estudiaba bachillerato en los Salesianos de Tuluá, ese colegio no tenía ni biblioteca ni sicólogo. De eso hace ya 60 años y la vida ha cambiado mucho en las instituciones educativas y en la manera como se miran los problemas.
A principios de junio me encontré, en la larga espera del aeropuerto de Cartagena, a un viejo amigo con cara de acontecido y a quien le brotaba la angustia en los ojos y en las manos. Me contó que su hija, que vivía en una finca del Magdalena Medio con su marido, había sufrido una frustración sentimental y se había quedado allá metida, sin ir a la ciudad, asumiendo el duelo en medio de una depresión mayúscula.
Yo le dije que sacar a la brava a mujer adulta de una finca donde se refugió a rumiar su pena de amor, ya no se hacía, pero que consultara con un sicólogo las posibilidades de un tratamiento a distancia o, que si fuera el caso, él que tiene plata, contratara uno para que fuera a visitarla.
En este fin de semana lluvioso y con los aeropuertos repletos, lo volví a encontrar y no tuve que preguntarle por su hija. Se avalanzó para contarme, con inmensa satisfacción, que el sicólogo que consultó le había recomendado un ayuda sicológica en línea y que desde su finca, a cualquier hora que se desespera o se angustia ,se pone frente al computador y contacta con el sicólogo o sus ayudantes como si fuera una llamada al 1,2,3.
Yo no sé si alcaldías y gobernaciones prestan ese servicio de ayuda a los ciudadanos en Colombia. Pero como en el nuevo mamotreto de la paz se hace obligatorio prestar ayuda sicológica y social a los guerrillos y a las víctimas, resultaría coincidente y esperanzador que les prestaran el moderno servicio en línea. Cuántos suicidios evitaríamos y cuantas angustias calmaríamos.
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